Tiembla el corazón

Cuando un ligero temblor despertó a algunos romanos de su sueño yo no estaba allí. Estaba de vacaciones en España. Cuando el pueblo de Amatrice se derrumbó literalmente como si una bomba nuclear hubiera caído sobre él yo no estaba allí.

Pero la cercanía física al vivir a no tantos kilómetros del epicentro y las terribles imágenes vistas en televisión hicieron temblar mi corazón. Lo mismo sucede cuando sentimos la mano asesina de los terroristas golpear las calles de cualquier ciudad europea. Nos parece que la bomba nos ha explotado al lado y sentimos temor, indignación, confusión. Quizás estemos demasiado ocupados y preocupados con nuestros quehaceres y problemas personales, adormecidos por los entretenimientos de masas que nos ofrece la sociedad de la imagen y la telecomunicación. Somos sordos al grito de dolor que se eleva desde tantos puntos del globo, cercanos y lejanos. El sentirlo más cercano nos ayuda a oírlo al menos por un momento, pero cuando callen los periodistas quizás volvamos a adormecernos en nuestro aislamiento voluntario. Ciertamente no estamos preparados ni dispuestos a cargar el peso de la humanidad. Es comprensible.

No es agradable ni placentero contemplar la llaga purulenta o la herida sangrante, pero es inhumano ignorarla o esconderla sin hacer el más mínimo esfuerzo para curarla.  Ante las grandes tragedias humanas no podemos permanecer indiferentes. Ni cuando las causas evidentes son los errores y maldad de los hombres, ni cuando vienen de la naturaleza cuya fuerza demoledora somos incapaces de predecir y controlar. Lo importante es reaccionar, aprender la lección, estar a la altura de las circunstancias.

Los italianos son gente muy solidaria y estoy seguro que no faltarán ayudas materiales para atender a los damnificados. Otra cosa será la reconstrucción que compete a las autoridades civiles, no siempre diligentes en cumplir con su deber. Una vez más la catástrofe revela la irresponsabilidad y deshonestidad de los que debían tratar de prevenir o atenuar las consecuencias de un posible evento sísmico.

Pero lo que quiero subrayar es que hay mucha gente sufriendo lejos y cerca de nosotros incluso cuando no se den esos dos males terribles que no logramos erradicar como la guerra o el hambre. Las familias rotas, los niños y jóvenes que se sienten abandonados, no amados o que combaten solos en una sociedad cruel. Los desempleados que a duras penas pueden traer el pan a casa. Tantos desesperados que no encuentran sentido a su vida o se hunden en el vicio para huir del absurdo de su existencia. Sí, tenemos que tender la mano a los terremotati italianos pero no olvidar el sufrimiento del vecino de al lado o del pariente cercano.

La tierra volverá a temblar porque no tenemos el control de todo. También es bueno recordarlo y aceptarlo. Pero lo más importante es que tiemble también el corazón. No sólo de sano temor ante la incertidumbre y fragilidad de nuestra existencia, sino de compasión y misericordia ante el sufrimiento ajeno. Es importante no endurecer el corazón, deshacer el bloque de hielo, ayudar desde nuestra pobreza, reconocernos criaturas delante del Creador, incapaces de extinguir el mal y vencer a la muerte, pero seguros de haber recibido la misión de vendar las heridas e infundir en los corazones la esperanza de la vida eterna. Mirar hacia arriba, esa mirada trascendente que va más allá de nuestra casa terrena, nunca segura, nos conforta al saber que tenemos una morada segura y eterna en el cielo.

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