¿Qué quiere el Papa Francisco?
La pregunta es muy importante y a la vez difícil de responder en pocas palabras. Después de casi cuatro años de pontificado no debería ser demasiado complicado saber lo que quiere el Papa de la Iglesia, para la Iglesia y para el mundo de hoy, pero es cierto que no siempre es fácil conocer la intención última de ciertas decisiones o de afirmaciones, sobre todo algunas hechas a los periodistas y por tanto de modo un tanto más informal, pero que podrían ser calificadas de ambiguas.
Creo que es muy útil partir de su misma declaración de intenciones en la exhortación Evangelii Gaudium que es el documento programático de su pontificado. El Papa Francisco reconoce que hoy en día los documentos pasan fácilmente desapercibidos y se olvidan pronto, por eso considero necesario releer y recordar algunas pautas importantes que nos dio el Pontífice.
El Papa habla de la Nueva Evangelización que ya promovió Juan Pablo II pero que está indudablemente “en mantillas”. Recalca en primer lugar la necesidad de que se haga en positivo, partiendo de la alegría de ser hijos de Dios, de sentirse salvados, del anuncio de una “buena noticia” siempre fresca y actual porque Jesucristo es siempre nuevo y vivo. Esto es más importante de lo que pudiera parecer porque imprime un estilo, si no nuevo, renovado, en el sentido de que el Papa quiere una Iglesia de rostro sereno y sonriente que no insiste continuamente en lo que la separa del mundo, lamentándose siempre, amargada por el contraste con un mundo descristianizado; sino una Iglesia abierta donde es fácil entrar sin que te pidan antes un “certificado de santidad”. Una Iglesia abierta donde es fácil salir en busca del otro, no simplemente para “enrolarlo” en sus filas para aumentar el número de inscritos, sino para servirlo en sus necesidades desinteresadamente y al mismo tiempo ofrecer el regalo más precioso que es la fe en Jesucristo.
Para que la Iglesia tenga éxito en este dejar entrar y a la vez salir de sí misma para “encontrarse” con el que está fuera sin prejuicios ni prepotencias, es urgente una profunda reforma que el Papa indica con estas audaces palabras: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación” (E.G. 27). Esto no significa cambiar el evangelio, quizás huelga decirlo, ni las estructuras esenciales o fundacionales de la Iglesia, pero para mí es clarísimo que hay muchas “costumbres, estilos, lenguajes y estructuras” que no convencen y no llegan. No las tenemos que cambiar para “vender” mejor el producto, sino porque han perdido la frescura del evangelio. No se trata de cambiar estrategia para mejorar la eficiencia y el rendimiento sino para que los que miren a los cristianos (que somos la Iglesia) vean a Jesucristo y no solamente el revestimiento exterior que han inventado los hombres y que es contingente. En el discernimiento de lo que es de verdad pasajero y de lo que es esencial nos va la vida, pero contamos con la guía segura del Espíritu Santo que no abandona a la Iglesia.
La reforma lleva consigo la purificación interna de la Iglesia. Esto hace que el Pontificado del Papa Francisco sea 'pesado' para obispos, sacerdotes, consagrados y laicos comprometidos, pues en sus enseñanzas subraya la misericordia y la acogida para los de fuera, y al mismo tiempo la exigencia de coherencia total en los de dentro. No porque no haya misericordia para los pecadores que están ya 'dentro' sino porque no puede ser creíble una comunidad cristiana donde se vive lo que el Papa llama la “mundanidad”, es decir, la corrupción moral, la avaricia, la ambición, la rivalidad y lucha por el poder, el aburguesamiento, etc.
Este contraste entre el modo de “tratar” a los de fuera y a los de “dentro” es muy importante porque nos da un mensaje muy esclarecedor y muy evangélico. Jesús acoge a todos sin miramientos ni acepción de personas: entre sus discípulos había fariseos y celotes, publicanos y prostitutas, pobres y ricos; el Hijo del hombre habla con todos sean samaritanos o romanos, se sienta a la mesa con todos. Pero a los que lo siguen exige después el desprendimiento, la conversión, la fidelidad, etc. Compadeciéndose al mismo tiempo de sus miserias, y conduciéndolos con paciencia hacia la plenitud del Reino. Esto quiere decir que el Papa no nos pide “pactar” con el pecado, sino acoger al pecador, ni quiere una Iglesia superficial y sin principios sino cristianos que tiendan a la santidad con sinceridad y puedan reflejar el rostro misericordioso del Padre bueno.