Cantamos para Ti

Las meditaciones que presento quieren ser una lectura del Catecismo en clave de meditación, de diálogo o charla con el Señor. Escuchando el pedido de san Juan Pablo II, escribo esta adaptación de su Catecismo para llevarlo a la oración.

Querido Señor:

            Alabarte es reconocerte como Dios.

            Te alabamos por Vos mismo, te damos gloria no por lo que hacés sino por lo que Sos.

            Con la alabanza, el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.

            La alabanza da testimonio Tuyo, Señor, en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre.

            La alabanza integra las otras formas de oración y las lleva hacia su fuente y término: "un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1 Co 8, 6).

            El Nuevo Testamento nos regala muchos ejemplos de oración de alabanza. San Lucas, en su Evangelio, manifiesta con frecuencia admiración y alabanza ante tus maravillas, Señor. Los Hechos de los Apóstoles testimonian cómo la muchedumbre glorifica a Dios (Hch 4, 21), la comunidad de Jerusalén  (Hch 4,47) y el tullido curado por san Pedro  y Juan (Hch 3,9); también los gentiles de Pisidia "se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor" (Hch 13, 48).

"Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor", anima san Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 5, 19) y a los colosenses (Col 3, 16). Los primeros cristianos releen los salmos en clave cristológica. También componen nuevos himnos y cánticos a partir de tu encarnación, muerte, resurrección y ascensión.

            El Apocalipsis está sostenido por los cánticos de la liturgia celestial y por la intercesión de los mártires. Todos los santos cantan tu alabanza y gloria. En comunión con ellos, también nosotros cantamos nuestros cánticos en la fe. La fe es así una alabanza. Y la Eucaristía es el sacrificio de alabanza que contiene y expresa todas las formas de oración: es la “ofrenda pura” de todo el cuerpo de Cristo "a la gloria de su Nombre" (Ml 1, 11).

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