Más que a su madre
Cada semana comento la lectura del Evangelio de la celebración litúrgica del domingo. Espero sea de provecho.
Lc 14, 25-33.
Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo.
Más que a su padre y a su madre
Es propio del hombre albergar un afecto intenso a sus padres, a sus hermanos, y a su cónyuge e hijos. Son sentimientos buenos infundidos por Dios en nuestra naturaleza, y recomendados por Él:
- Honra a tu padre y a tu madre (Ex 20, 12).
- Yo también fui un hijo para mi padre, tierno y muy querido a los ojos de mi madre (Prov 4, 3).
- Un hijo sabio es la alegría de su padre, pero un hijo necio es la aflicción de su madre (Prov 10, 1).
- Sus hijos se levantan y la felicitan, y también su marido la elogia: "¡Muchas mujeres han dado pruebas de entereza, pero tú las superas a todas!" (Prov 31, 28-29).
A pesar de que no existe entre nosotros ni el padre, ni la madre, ni el hermano, ni la hermana, ni el esposo, ni la esposa perfectos, los fundamentos del amor a la familia son profundos y sólidos: agradecimiento, ayuda mutua, compañía, historia compartida, proyecto de vida en común…
No puede ser mi discípulo
Pero ya en el Antiguo Testamento se menciona un amor más grande que el de los lazos familiares: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6, 5). En nuestro pasaje del Evangelio, Jesús no hace otra cosa sino identificarse con Dios, puesto que Él, aun siendo verdadero hombre, es también "Dios verdadero de Dios verdadero". Por eso es capaz de pedir para sí ese amor con toda tu alma que antiguamente reivindicaba con justicia Yavé.
La razón humana puede alcanzar a entender los motivos de este amor superior a Dios: Él es nuestro Creador Providente. Toda verdadera religiosidad en las diversas culturas a lo largo de la historia está basada en el fondo en este sentimiento de admiración, agradecimiento y respeto al Ser Supremo.
Lo sorprendente en Jesús, y a esto sólo podemos llegar por la fe, es que ese Dios Altísimo se ha hecho hombre y nos llama, con palabras humanas, a ser sus discípulos, de modo que nuestro amor y fidelidad a Él supere al que profesamos a nuestros seres más queridos. Los motivos no pueden ser más poderosos: Él, por amor a cada uno de nosotros, se rebajó haciéndose hombre y cargando la cruz de nuestros pecados para ser nuestro hermano mayor, nuestro guía, nuestro maestro, nuestro único salvador. Cuando nuestra fe es vigorosa y tomamos conciencia de que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15, 13), entonces nos es fácil comprender que lo lógico es amar a Jesús, el Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas; más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida.
Cualquiera que venga a mí
Jesús no pide que no amemos a nuestros familiares, porque Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento (Mt 5, 17). Muy al contrario, es precisamente cuando la jerarquía del afecto es coherente en el corazón humano, cuando el amor superior es a Dios en Jesucristo, es cuando se puede dar cumplimiento al verdadero amor a los padres, a los hermanos, a los hijos y al cónyuge. Sólo la gracia de Dios en Jesucristo nos capacita más plenamente para superar los problemas que van surgiendo en la convivencia entre padres e hijos, entre esposos, entre hermanos. El amor a Dios es el medio más eficaz para perseverar fielmente y evitar que los conflictos apaguen o aminoren la intensa llama del amor paternal, filial, fraternal y conyugal.
Por el contrario, la cultura sin Dios engendra la cultura del descarte, que aborta a los hijos antes de nacer, elude el compromiso del matrimonio, rompe con la pareja ante la primera dificultad, eutanasia a los padres mayores, y rompe los lazos entre los hermanos por un puñado de billetes en la herencia, cosas todas que jamás haría el verdadero discípulo de Jesucristo.
Señor Jesús, aumenta mi fe en todo lo que haces por mí, para que te ame siempre más que a mí mismo, y así purifiques e intensifiques el amor que tengo a los míos.